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Siempre lo he dicho. Y lo sostengo: A las barras bravas, como las que agredieron a los jugadores del Deportivo Cali en Tuluá, hay que acabarlas a la brava. Es más, también hay que obligar a los equipos a que se metan la mano al bolsillo y paguen los daños.

Acabar las barras bravas a la brava, significa ni más ni menos que a estas bestias humanas, disfrazadas de ovejitas que aman el fútbol, se les apliquen sanciones ejemplarizantes. Y no sólo prohibir el fútbol de noche, como alguna vez lo propuso un Alcalde de Cali, o suspender la entrada de los vándalos al estadio por 15 fechas, porque en realidad esas falsas tribus urbanas, que atacan en grupo, pero les da culillo cuando están solos, atacan por igual de día o de noche o en cualquier fecha, hora o lugar. Por eso hay que cerrarles el paso y aislarlos de todos los actos sociales, identificándolos con las cámaras de seguridad o el registro biométrico (el estadio 12 de octubre, de Tuluá, ya lo tiene).

Y como hicieron con los hooligans en Inglaterra es necesario hacerles seguimiento y hasta ofrecerles ayuda psicosocial, pues todos los perfiles apuntan a que, en su mayoría, estos muchachos provienen de hogares destruidos. Son personas que buscan un amigo líder -y como no lo encuentran en la casa- creen encontrarlo al interior de las barras. Finalmente, un dato clave: Hay que dejar de llamarlos barras bravas. Y, en cambio, comenzar a decirles barras populares. De esta forma, a través del lenguaje, les bajamos el tono, ese rango que les ha dado la misma sociedad y la prensa deportiva.

 

Por: John Tenorío

Angela Giraldo

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